domingo, 4 de diciembre de 2011

Prólogo.

Fue en un día gris de marzo cuando tuve la necesidad de huir de una vez por todas de todo aquello. No podía seguir luchando ni un día más por respirar. Estaba cansada de ordenarme a mí misma sonreír y de fingir que todo iba bien. Así que, me levanté enérgicamente de mi cama y me dispuse a afrontar todo lo que me había estado matando últimamente.

Cogí varias cosas del armario y me dirigí al baño. Apenas unos minutos después ya estaba fuera de mi casa andando una velocidad vertiginosa. Me coloqué los auriculares y puse el reproductor a todo volumen en modo aleatorio. Tenía claro a donde debía llegar y por eso no me paré en ningún tramo del camino.

Cuando llegué a mi destino el cielo amenazaba con descargar toda su furia contra el suelo y, de momento, servía como aperitivo un fuerte viento que hacía a las olas bailar y chocarse contra el saliente. Empecé a dar mis primeros pasos hacía la gran roca. No eran unos pasos débiles, si no, decididos y con fuerza, como hacía mucho tiempo no se podían advertir en mí. Por el camino me iba desprendiendo de mi chaqueta vaquera y de mis nuevas botas. Notaba como el suelo rocoso hacía mella en mis pies, pero no me molestaba. Cuando sientes tanto dolor en tu interior que apenas puedes respirar, el dolor físico es casi inexistente.
Por fin llegué donde quería. Cerré los ojos por un instante para sentir la brisa fresca sobre mí. Ahora era más ligera, como si, sin que yo pudiera impedirlo me estuviera elevando poco a poco. Unos minutos después me incliné, aun en penumbra, y tras haber tomado aquella firme decisión lo hice.